sábado

No te vayas Flaco.




La pelota no se despega, baila alrededor del botín. Los jugadores clavados al piso me ven pasar en cámara lenta, uno atrás de otro, ya dejé más de once en el camino. Eso debe ser porque soy el mejor, pienso. La multitud enloquecida corea mi nombre y ese rugido se hace cada vez más fuerte, más cerca, y se va haciendo una sola voz, que me grita en el oído, pero ahora no es solo mi nombre, dice algo más, intento oír que me canta, agudizo mi oído, y me olvido del juego, pero no me sacan la pelota, por el contrario, empiezan a desaparecer los jugadores, y con ellos la hinchada, que no para de gritar, empieza a desaparecer el campo de juego, pero los gritos, se hacen más nítidos, y descifro las palabras que acompañan mi nombre: ¡Se murió Kirchner!
El impacto de esas palabras me revuelve todo el cuerpo,  me llena de ira, pero no por su condición semántica. Respiro profundo y recuerdo que esa persona que una vez más me está despertando a los gritos es quien me dio la vida, y que incluso en este caso, puede llegar a ser justificado.
Balbuceo,  esperando que eso me permita seguir durmiendo y alejar lo más posible, las consecuencias del tour etílico de la noche anterior, esquivar ese karma haciendo justicia en mi sien.
Pero no fue posible aquellas palabras se quedaron rebotando. Empecé, aún en ese limbo que no nos deja despertar ni dormir, a pensar, mi primera conclusión es que “al cabo no lo quería tanto”, pero no me conforma. Ahora siento esa necesidad de información. Esa desesperación que genera una computadora sin internet o un televisor apagado.
Me acerco a la reunión familiar en torno al televisor. Mi hermana hace preguntas de política dignas de un niño de 6 años, mi mamá empieza a desarrollar hipótesis sobre  lo que puede pasar de aquí en más, yo tímidamente, aún abocado a intentar definir un sentimiento, me sumo a su especulación. Mi papá: callado.
Me voy a bañar, me tomo un tiempo para pensar, intento ganarle de mano a la resaca. Salgo de bañarme, recién ahora termino de despertarme. Llegue a una nueva conclusión, es una cagada que se haya muerto Kirhcner.
Me acerco nuevamente al emisor de información, en algún lugar muy profundo espero una desmentida, que digan que todo fue una operación mediática, pero sé que no es posible. Luego de un rato de silencio. Mi papá habla por primera vez: Hay que ir a la plaza.
Comemos, mis padres se van a acostar, me dejan esperando al censista. Ya censados, nos enlistamos, y nos encaminamos  a La Plaza.
Es todo muy extraño. Está todo cerrado.  En el tren me cruzo con militantes de La Cámpora, me llama la atención que no parezcan tristes, me reconforta, pienso que puede que no sea tan grave. A lo largo del viaje me cruzo con más gente que intuyo que va a la plaza, a ellos si los veo un poco más apagados…
En el subte no me cruzo con tanta gente, me pregunto si seremos unos pocos los que estamos yendo a la plaza, si se concentrarán en otro lado. Recuerdo que es el día del censo, puede ser que esperen a censarse y vayan todos con sus micros, que vayan mañana. ¿Porqué no están acá? ¡¿Porqué no está el subte atestado de gente hoy esperando el censo pudo comer?!
Pero la salida del subte me conmociona. Voy subiendo las escaleras y empiezo a sentir la melancolía en el aire. Ya lo extrañábamos.
Esa tristeza que flota en el aire me penetra en todo el cuerpo, escalofrío, piel de gallina y se humedecen los ojos. Dura unos segundos, la frialdad vuelve a mi, como si no me pasara nada le pregunto a mi Papá por el Tío. Vamos hasta La Catedral a encontrarnos con él, nos saludamos, tengo un panorama de esa plaza, no está llena de gente, pero si de sentimientos.  Sentimientos que quiero compartir.
Empiezo a caminar la plaza, y me siento nadando en un mar de sensaciones, y me empiezo a ahogar, a tal punto que el agua me desborda por los ojos, me da vergüenza, miro para abajo y camino rápido, tratando de disimular, hasta el rincón más cercano, necesito encerrarme lo más posible. Llego a la esquina que hacen la valla con la pared. Me siento, me relajo un poco, miro La Casa Rosada, miro la gente, me encuentro en ellos, intento relajarme y pensar, o ver, pero no puedo, la irracionalidad se apodera de mi, y explota en lágrimas y sollozos, me desconozco. Yo siempre tengo control de mi cuerpo, si voy a llorar es porque yo quiero. Me controlo, me paro, dispuesto a recorrer La Plaza, pero no puedo, no me quiero alejar de ese rincón, y las lágrimas no cesan. Me escondo en mi mismo, acá estoy más seguro acá puedo llorar tranquilo. Me voy a quedar acá.
Ya estoy más tranquilo: ¿cuánto tiempo habrá pasado?
Son las 6 de la tarde, estuve 3 horas en un rincón, hay mucha gente en la plaza, hay gente cantando.  A mi izquierda veo gente que está como yo, pero que todavía no se animó a salir de sí.
Ya en mi tranquilidad me surge esa curiosidad casi turística, quiero investigar, quiero ver quienes están acá.
Veo a un señor, alto, gordo, con anteojos oscuros, bigote, presencia imponente,  una fortaleza que llama la atención, y una lágrima recorriéndole la cara. Guardar imagen como:  
Sigo caminando, hay jóvenes por todos lados, llorando, riendo, cantando, gritando. Desorientados, disconformes, enojados, pero con fuerza, fuerza que sacan de donde no tienen, porque saben que ese hombre les dejó una  tarea, que le deben algo y se expresa en el grito repetido que se hoye desde cada rincón de La Plaza “¡Fuerza Cristina!”. La valla está llena de carteles, con los cuales se podría escribir un libro. Hay de todo, se ven firmados por gente de todos lados, de todas las edades, como esa plaza. Hay agradecimientos por: dejarnos volver a comer, devolvernos la dignidad, devolvernos la política, hacernos creer en un país mejor. Pero lo que predomina en los carteles, al igual que en todos los que estamos ahí es el mismo grito “Fuerza Cristina”.
Nán.